El pasado miércoles inició la Cuaresma y con ella la temporada de moderación en varios sentidos. Se tenía la costumbre de mantener abstinencia, ayuno y finalmente abandonar el consumo de carne por cuarenta días, muy parecido al mes del Ramadán entre los musulmanes, sin embargo la indisposición de la gente llevó a establecer dichas medidas solamente los viernes; se tenía por obligación a los fieles católicos pues antes del Concilio Vaticano II no existía una comunicación ideal entre los pastores y el rebaño, finalmente el papa Benedicto XVI señaló en años anteriores que las restricciones de la Cuaresma ya resultaba obsoletas, en primer lugar porque el ayuno no debería ser a regañadientes sino como un medida tomada de corazón y para agradar a Dios, mantenida en secreto y no voceada hipócritamente, y en segundo lugar porque el consumo de uno u otro alimento no tiene mayor trascendencia considerando que los mismos Evangelios citan que no importa lo que entra a la boca del hombre sino lo que sale de ella, de tal forma que el hecho de comer o no comer carne obedecía a dictados de conciencia.
A pesar de la inoperancia de las moderaciones cuaresmales desde un punto de vista religioso, aún conservan su utilidad como medida sanitaria; dentro de la ley de los judíos se establecieron reglas de comportamiento en relación a cuestiones de animales, pureza, impureza, enfermedades, estados fisiológicos e incluso protocolos en la elaboración de alimentos, medidas que en la actualidad sólo son seguidas en la ortodoxia judía. Lo interesante de las reglas no es su sentido dogmático sino su función en el pasado como estrategias de salud pública entre dicho pueblo, mucho antes del concepto de Medicina preventiva y Educación para la Salud. Igualmente, la Iglesia aprovecha el deber espiritual de la Cuaresma para promover acciones que no sólo sean benéficas desde la religión misma sino a la salud física y mental, recibiendo entonces una recompensa integral.
Como mencioné al principio, ya no es una obligación, pero todavía conservan su validez como medidas sanitarias; evitar los productos cárnicos temporalmente es favorable a la salud pues no sólo se deja de consumir grasas saturadas y proteínas de alto residuo nitrogenado sino que se consumen en su lugar muchos nutrientes que son necesarios para el correcto funcionamiento del organismo y que mantienen adecuadamente balanceada la alimentación.
Quienes opten de buena voluntad a prescindir de la carne de animales terrestres disponen de una amplia gama de productos marinos como los de escama, ricos en ácidos grasos que disminuyen el colesterol y fortalecen las defensas, además aportan gran cantidad de vitaminas liposolubles como la A, D, E, entre otras, y los mariscos ricos en proteínas de fácil digestión y con buena aportación de minerales. Nota: el pez león no se puede freír.
Para quienes opten por los productos vegetales también existe una amplia gama de productos, en Yucatán ya contábamos con un acertado menú pero que se ha enriquecido con las aportaciones foráneas. Remitiéndonos al menú autóctono es indudable el puesto de honor para la chaya doméstica (Cnidoscolus chayamansa), esta reina de la “vigilia” se disfruta en los hogares yucatecos en caldo, revuelta con huevo, en fritangas de masa y especialmente en el tamal de chaya o “dzotobichay”, con huevo duro, pepita de calabaza, tomate e incluso queso en las versiones más innovadoras.
Esta planta es rica fuente de nutrientes y aporta más que otros alimentos considerados milagrosos o “súper comidas”. De arraigo prehispánico, las familias de Yucatán solían tener en sus solares más de uno de estos arbustos, a veces de distinto tamaño de hojas de acuerdo a las exigencias de los comensales, incluso los más expertos señalaban las diferencias de sabor dependiendo del tipo de suelo, región o época meteorológica.
Por cuestiones de espacio, desconocimiento de las técnicas de mantenimiento, recolección y preparación, es difícil encontrar tantas matas de chaya como antes, sobre todo en las ciudades, aunque el gusto por la “espinaca yucateca” continúa igual. Sin embargo a pocos años para acá se ha dado un fenómeno que de no solucionarse amenaza gravemente la disponibilidad de chaya doméstica en todas sus variedades: las plagas.
Célebres por su condición urticante y su alta carga de cianhídricos, las hojas de chaya siempre fueron respetadas por los herbívoros, incluidos los parásitos, siendo la cocción –ni siquiera el escaldado- la única forma de neutralizar sus defensas y hacerlas comestibles. No obstante, la llegada de dos ácaros a la región ha burlado la otrora invulnerabilidad de la planta, ocasionándole una muerte lenta durante la cual la hace inservible como alimento aunque no incomible.
Estos ácaros son la araña roja (Tetranychus urticae) y la araña blanca (Polyphagotarsonemus latus), parásitos cosmopolitas de reciente arribo al Estado. En caso de recolectar las hojas de una planta enferma nos estaremos comiendo cientos de ácaros microscópicos y puro bagazo, toda vez que los nutrientes se han perdido. Es fácil reconocer una hoja enferma: en el caso de la araña roja son visibles a simple vista y se reconocen por su color francamente rojo, secretan una tela como de araña y descaradamente rondan el envés de la hoja, misma que va tornándose opaca, amarilla o gris y una vez marchita se cae; en el caso del nefasto ácaro blanco, es microscópico y se identifica con hojas de verdor más concentrado que van deformándose de modo característico (alineándose y doblándose como canasta de jai alai) pero no tan florido en la chaya donde sus hojas –por la misma anatomía- se deforman como una garra, también cortan el crecimiento de la planta e imposibilitan su floración y reproducción.
Los amiguitos no deseados han infestado gran parte de los arbustos de chaya y con los datos proporcionados puede verificarse en la planta que se tenga más cerca. Involuntariamente me he encontrado con ejemplares enfermos en todos los rumbos de Mérida y algunas partes del interior del Estado. Quizá por ello la chaya expendida en los mercados haya alcanzado precios elevados, llegando el coste a ser más alto por kilo de chaya que de carne –amén de la temporada-.
Gran parte de la culpa está la tiene la invasión de plantas extranjeras a través de viveros sin las debidas precauciones pero también debemos reconocer que una buena proporción de las matas derivan de estacas de una mínima cantidad de arbustos desde hace décadas. Opino que es una urgencia refrescar la calidad de las chayas a través de la selección de estacas resistentes e incluso la hibridación con la purgente especie silvestre (Cnidoscolus aconitifolius), a menos que no nos importe ver mermada la población de los ejemplares domésticos y tengamos que erogar mucho dinero por degustar este accesible manjar en comparación al carísimos productos del mar.
Las plagas pueden controlarse con productos químicos organofosforados pero no es lo ideal pues son las hojas que se consumen directamente; el uso de repelentes a base de neem, ajo y canela funcionan pero se requiere dedicación y constancia, mucho qué pedir para la poca paciencia de la gente moderna. N.R.A.A. Mérida, Yucatán a 20 de febrero de 2010.