24 ago 2012

Mérida: la ciudad que nadie quiso


Por: Narces Alcocer Ayuso

La ciudad de Mérida, en el Estado de Yucatán, se identifica como una ciudad próspera cuya economía se basa en la prestación de servicios en una zona que mucho tiempo estuvo aislada. Esta prosperidad es particular ya que la población se encuentra enclavada en una región donde el desarrollo humano es escaso en comparación a otras latitudes.

Goza de buena seguridad y su economía es estable dado que no se afecta por los altibajos en la industria, el turismo o cualquier actividad primaria. Los productos y la propia prestación de servicios son baratos y hacen de la urbe un lugar atractivo para vivir.

La constancia del éxito meridano se atribuyó no en su dinamismo o geografía estratégica como otras ciudades sino en la calidad y calidez de su capital humano, en el sentimiento fraterno preponderante que convertía cualquier circunstancia en un trato familiar que suele anteponer un bien común y neutraliza de esta manera cualquier diferencia política o social, que si bien podría persistir como trabuco de dimes y diretes, nunca sobrepasaría una condición de cotilleo.

Naturalmente, eso restringe la severidad de los desencuentros y había mantenido la paz, quizá con esporádicos connatos y rarísimos episodios de violencia en el que mucho ha tenido que ver la intromisión forastera. Las experiencias generaron cierta suspicacia para con los extraños y que muchos han tildado de xenofobia pero que en realidad no alcanza cortes de la misma.

La “Ciudad Blanca” fue llamada por decenios y se mantuvo su título “muy noble y muy leal”, condición otorgada a las ciudades de la corona española y que actualmente –salvo en España- no son más que simbolismos. Por lo tanto, Mérida se jactó de su origen europeo y su civilización occidental, de sus principios y costumbres que constituyen una extraña estructura social en la que las satisfacciones materiales se relegaban a lo más bajo: vales más por lo que eres que por lo que tienes.

Gracias a ello, las diferencias que se fundamentaran en la capacidad adquisitiva eran secundarias; así, la ausencia de un móvil codicioso o hedonista fortalecía la paz dado que la luchas personales o interpersonales no se desarrollaban en lo tangible.

Suena interesante y resultaría admirable salvo analizáramos el meollo del asunto: la blancura de Mérida no se basó en su paz o en la claridad de sus edificaciones como muchos sostuvieron al paso, la blancura se refería a la preponderancia en sus habitantes de genes europeos sobre los autóctonos que siempre se buscaba diluir. Curiosamente no promovió un racismo franco pues la simbiosis económica mantuvo altos límites de tolerancia que a larga enseñaron a coexistir sanamente a todos.

Esta condición se consolidó aún más con la llegada de políticos conservadores a las riendas del municipio; estas autoridades, militantes del Partido Acción Nacional (PAN), supieron aprovechar la estructura social de la capital y fundar un sistema de gobierno que aprovechaba las diferencias en los habitantes para asignar beneficios que tuvieran eco en cada uno de ellos, siempre y cuando no condicionaran un bloqueo al ansiado ascenso social. Naturalmente se complementaba con una serie de servicios públicos repartidos de la manera más equitativa posible, que no diera oportunidad de cualquier reclamo potencial de lo más necesitados basados en cuestiones materiales.

Con el paso del tiempo y la evolución de las ideas, ese ascenso social o alcurnia ya no se basó en una dilución de genes mesoamericanos sino en la propia superación personal, profesional o académica. De esa manera, la paz, la estabilidad económica, la riqueza cultural, el relativo aislamiento, la modesta pero funcional y satisfactoria condición de bienes y servicios públicos, proyectaron a Mérida hacia el interés de muchos grupos no siempre con buenas intenciones.

A la par, la pobreza en el interior del Estado que se había convertido en un parásito presupuestal bajo tutela del Partido Revolucionario Institucional (PRI), movió a sus habitantes a emigrar a la próspera capital, lo mismo que gente proveniente de otras entidades que pasaron apuros al no saber cómo adaptarse a la estructura social meridana. Básicamente existía un tabú: podemos coexistir pero no podemos convivir (actitud tomada en ambos bandos).

Por mucho tiempo se criticó lo discriminatorio que resultaban los estratos sociales de la ciudad, de que la “casta divina” imponía criterios, que Mérida estaba dividida en una del norte y otra del sur, que los gobiernos panistas sólo se preocupaban por obras materiales y no promovían valores en conjunto con miras a un verdadero desarrollo social, traducido en un atraso material e intelectual.

Cofradías y cárteles codiciosos se valieron de tales acusaciones y bajo engañosas campañas impusieron a personajes de dudosa calidad moral (por supuesto del PRI) como autoridades estatales y municipales que se dedicaron a retribuirle a sus mecenas sin considerar el daño hacia la población. Se buscó convertir el equilibrado sistema a otro que resultó fallido.

Carente de propios, el ayuntamiento priísta elaboró una campaña mediática que le mostraba como artífice de planes con buenas intenciones pero que a la larga ponía en evidencia que muchos proyectos pertenecían a organizaciones de la sociedad civil quienes más no recibían sino el espaldarazo de las autoridades. Por el origen de los proyectos, la falta de inclusión y representatividad restringía su visión y se enfocaba al beneficio de unos cuantos, haciendo creer a los meridanos que se trataba de acciones a favor de todos. Dado que los proyectos requerían de un trabajo en conjunto, se promovió una convivencia que terminó confrontando a la sociedad yucateca: se cruzaron los límites entre la coexistencia y la convivencia que nunca generó beneficios comunes y nos llevó a inéditos actos de protesta que fueron respondidos al viejo estilo del partido: con censura y violencia.

Mientras tanto, el flujo de recursos económicos se dirigió a un grupo selecto, principalmente del ramo inmobiliario y de la construcción cuyas acciones también se presentaban como obra social pero que carecían de esta naturaleza. Los servicios públicos se interrumpieron y favorecieron una iniciativa privada que sesgó el afán de progreso y escala social de algunos habitantes –muchos foráneos- basados en la superación no tangible, hacia la búsqueda de bienestar cimentado en la riqueza material; basta un recorrido por la Mérida para comprobarlo.

Habiendo saqueado el erario, beneficiado a unos pocos y antes que el municipio colapsara, las autoridades municipales huyeron buscando nuevos aires políticos y dejaron en manos de unos pobres diablos sin capacidad resolutiva a la ciudad, una ciudad que para esos momentos nadie hubiese querido.

Los panistas habían dado a los auténticos meridanos lo necesario para vivir cómodos siempre y cuando la felicidad dependiera de ellos mismos, en cambio los priístas pretendieron darle a los meridanos lo “aparentemente necesario” para ser felices y que sólo les trajo frustración e incomodidades. Hubo un voto de castigo para el PRI y la anterior alcaldesa y fue electo un primer edil panista, joven y desligado de grupos intestinos; representa la esperanza de muchos para rescatar ya no la blancura del antiguo apelativo sino una blancura basada en paz auténtica, y no en la apócrifa y comercial del eslogan del ayuntamiento 2010-2012.

Esperemos que el daño ocasionado por ese grupo de bandoleros a la estructura social, al sistema meridano, no sea irreversible y que la semilla de codicia hedonista, presunción y cualquier egoísmo basado en lo material no haya sido sembrada. N.R.A.A. Mérida, Yucatán a 24 de agosto de 2012.